Todo comenzó una tarde de verano, el día en que el tío Hermenegildo partió para Paterson, pero debo decir que los días que precedieron a aquella tarde de infortunio cuando nos conocimos ya había advertido en alguno de mis sueños oscuros lo que había de ocurrir. De cualquier manera, no había motivos para considerar que Gertrudis, la falsa María, estuviese allí tras mi búsqueda sólo por una simple casualidad del destino. Era evidente entonces que ella había estado siguiéndome cada noche sin darse a sí misma la menor tregua, porque para ese momento ella había comprendido desde ya mis intenciones de revelar todo el secreto de su falsa identidad. Ella sabía que yo lo sabía todo, pero ignoraba enteramente que supiera además su deseo de asesinarme: el mundo me contemplaba como una realidad absoluta, pero intangible, porque eso de saberse perseguido cada noches por senderos oscuros o calles iluminadas, sin saber en fin por qué, pero con la certeza de que un presentimiento de escalofrío nos adormece la piel, no puede conducirlo a uno a experimentar cosa distinta. Sin embargo, debo decir que que desde el momento mismo de observar con detenimiento sus ojos mirándome fijamente, la lacia cabellera rubia sobre su espalda, su cuerpo finamente tallado y su andar cadencioso no logre imaginarme que la belleza —muy al contrario de lo que pude creer ̶ no era señal de triunfo. En cambio, había descubierto, por casualidad aquella noche mientras me llevaba a casa en su Renault, un pequeño libro marcado con letras doradas, que pese a mis escasos conocimientos de gramática y lingüística alemana de entonces debían de traducir: Mi Diario, Berlín, 1943 (Mein Journal, Berlin 1943).
Fue en ese momento cuando la imagen de aquella mujer se transformó sin pensarlo: toda esa visión realista que antes me había propuesto, creyendo reconocer rasgos particulares de una personalidad eminentemente germana, había quedado comprobada con el descubrimiento casual de uno de los tomos de su diario, porque debo decir en verdad que salvo por excepciones naturales de la región, María, auténtica o falsa, estaba acostumbrada a hablar un excelso castellano, de modo que la búsqueda de aquel rasgo carecía de todo valor a priori. No obstante, como si un leve presentimiento la asaltase inesperadamente, había palidecido, porque tal vez en el fondo de su inconsciencia concebía perfectamente la verdad de llevar en lo hondo de sus sentimientos no aquella figura aparentemente latina, sino todo el recuerdo de una trascendencia histórico-cultural, así que no fue por una casualidad que ella comenzó a notar lentamente mi conocimiento de su persona: ocurrió como suelen ocurrir los casos inauditos de comunicación. Ella sabía desde el momento casual de nuestro primer encuentro que, si bien jamás hubo un instante de amorío, si podía creer en un mutuo interés cuyas bases sólo conocí al momento de su muerte; sabía también a medias por intuición que yo había aprendido a conocerla (sin que me lo propusiera hojeando cada día su diario), que ella había dejado olvidado por descuido en su Renault y que yo había guardado para comenzar a dar explicación a cada uno de los hechos incoherentes sobre una mujer que —desconociendo su status quo— había concebido la idea de usurpar el lugar de la única otra mujer que en una tarde de verano había comprado un libro de mi autoría en la Exposición Nacional Colectiva, la más grande feria del libro del país, sin que nadie se percatase de ello: la había seguido con deliberación y había descubierto inesperadamente los rasgos inequívocos de uno de mis personajes: María. Sí, era obvio que yo había escrito, en principio, sobre hechos que sin duda alguna serían de una trascendencia particular en el futuro, pero no había podido explicarme minutos después la coherencia perfecta entre María, los sitios y los sucesos que había advertido mientras la seguía, de modo que terminé por aceptar que había soñado contemplar a la mujer de mis escritos comprar mi propio libro, creyendo comprender paulatinamente, que ella estaría allí para que la historia escrita fuese una realidad. Por eso, la había seguido. Sin embargo, media hora más tarde desistí de aquella idea y permanecí de pie allí esperando el autobús, sin pensar siquiera que ella regresaría misteriosamente para quedarse hablando conmigo durante el viaje, ni concebir tampoco que ella estaría cerca de mí cada día, porque la distancia de su residencia a la mía era mínima, pero considerando desde un comienzo que los augurios que había escrito con antelación habían por fin de cumplirse. Empecé por descubrir que su nombre era en verdad María y a cada instante encontraba un verdadero elemento del carácter impasible de mi personaje. No obstante, no puedo afirmar que María fuese mí María, la María de mis escritos, sólo porque existiese un parecido físico y caracterológico; faltaba en cambio aquel espíritu alegre que yo había infundido a mi personaje, pero que no hizo falta para que María me conquistase poco a poco. Ella sabía que estaba predestinada para llegar a mí casi por designio. Cuando logramos una relación más formal ella terminó por decírmelo: “Es como si fueses para mí desde mucho antes, mi amor.” Y no se equivocó. Pero cuando la sobria imagen de Gertrudis comenzó a seguirme cada noche en su Renault, yo creí inocentemente que se trataba de María, sin pensar nunca que la había perdido para siempre, porque desde su llegada Gertrudis quiso abarcarlo todo, incluso logró imitar —sin que yo lo notara— el diletantismo extremo de María y había llegado a una apropiación tal de su personalidad, que quizá para entonces yo hubiera olvidado su ascendencia alemana: ella sabía que la atracción que experimentábamos era distinta, sabía además que yo terminaría por descubrirla tarde o temprano; sabía también que yo sabía que María ignoraba por completo su llegada, porque sólo cuando descubrí su diario logré comprender que María había partido sola a un largo viaje de vacaciones, pero que había llegado dos días más tarde a casa, más bella nunca, porque ya no era la auténtica María, de modo que ella regresó mucho tiempo después, la tarde de verano en que la volví a conocer. Es comprensible entonces que de algún modo María hubiera perdido la libertad, tal como lo afirmaron las autoridades competentes en fecha que ahora hace parte de las fechas confusas de mi anacronismo.
Mientras Gertrudis se daba a la tarea de usurpar cada vez mejor a María y mientras desconocí el hecho, yo había aprendido a sentir diferente cada noche su respiración, su cuerpo tierno junto al mío y el brillo de sus ojos mirándome a media luz, porque Gertrudis poseía un extraño profesionalismo en materia de asuntos amorosos que contrastaba con la mirada tímida de María. En fin, yo había terminado por creer en aquel instante que María era una sainte-nitouche y sólo había esperado el momento oportuno para mostrarse tal cual era, sin tener ninguna restricción personal, porque yo conocía a fondo a la María de mis escritos y había aprendido a amarla en forma consciente en las historias que imaginaba frente a la ventana de mi habitación, creyendo algún día encontrarla en la realidad pero sin figurarme ciertamente que los sucesos se entretejían cada vez más para que yo diera a luz otra novela. No me quedaba en aquel momento otra idea en mente, pero debo negar cualquier probabilidad de plagio directo de la realidad, porque con excepción de casos particulares, yo estaba acostumbrado a narrar historias inverosímiles y había dejado la realidad, que no podía aportarme mucho. No obstante, la noche que descubrí su diario, encontré tras su mirada el brillo impertérrito de la falsedad y, aunque ella notó desde un comienzo que estaba descubierta, yo tomé la decisión de pasar por inadvertidos los hechos, porque más valía que ella estuviera confiada hasta el momento último de encajarlos una tras otro y ligar correctamente la realidad. Debo decir por esto que el desarrollo de su diario me tomó varias semanas de intenso trabajo en la lengua alemana y terminé por conocer la increíble e infeliz historia de Gertrudis: su verdadero nombre era Luisa K. Hausmann y desde el momento mismo de mi descubrimiento la llamé Fräulein Hausmann, aunque fuese más adecuado Frau Hausmann, quien por una circunstancia bélica había dejado su hogar en 1942, y había preferido prostituirse antes que llegar a los campos de concentración de Hitler. Era evidente su ascendencia judía, pero no comprendía entonces su deseo de usurpar a María. Gertrudis debía de tener entonces 26 años, es decir uno menos que yo y uno más que María, pero de manera alguna había comprendido la idea de la usurpación, aunque resultaba un argumento comprensible para evadir toda responsabilidad judicial posterior a la guerra, porque sólo Gertrudis conocía a fondo ̶ según yo lo había corroborado ̶ su papel expiatorio en 1943, que por una desafortunada casualidad del destino había llegado a mis manos. También era obvio que Gertrudis había servido al contacto franco-germano en la época previa a la dominación, porque en su diario aparecen nombres claro como la rue Saint-Jacques y la rue de Bernardins en Paris, que supuestamente eran sitios propicios para el desarrollo de la secreta política bélica alemana. En todo caso, era ineludible la relación de su diario con la desmedida capacidad para usurpar una personalidad tan bien definida como la de María, de modo que fui buscando el momento propicio para delatarla de frente, pero me vi obligado a posponer ese momento cuando ella tomó la decisión de salir de vacaciones, al igual que mi María, si darme una explicación lógica. Me di a la labor de ligar los hechos con una creciente vehemencia y había llegado a extremos insospechados: creía en aquel momento que María y su usurpadora pudieran estar aliadas contra mí, porque a partir de septiembre pasado cuando publiqué mi última novela, María me había sido tan indiferente, como si supiese en el fondo que existía algo particularmente cierto en mis escritos. Era por ello que no podía relacionar con precisión el pasado de Gertrudis, su capacidad para usurpar de manera incólume la personalidad de mi personaje y ese comportamiento suyo sumamente complejo que yo había escrito en alguna novela anterior para explicarme mi teoría literaria sobre el dramatismo psicológico. Mis sospechas se hicieron más profundas la noche en que ella me despertó de un sueño sin precedentes sobre una predicción algo menos que común: María estaba allí de repente, acariciándome en la oscuridad y no podía saber en forma alguna si se trataba realmente de María o de Gertrudis. Entonces ella comenzó a hablarme de su viaje, que se había prolongado porque a cada sitio donde llegaba encontraba un impedimento, y de manera siempre accidental frustraba su deseo de divertirse. Por lo que me había contado sobre su hospedaje en un hotel de Miami, supe de inmediato que ella había sido secuestrada sin que se enterase de ello, al menos su libertad era entonces una ficción. Pero quedaba todavía la incongruente idea de la predicción en mi mente. Seguía pensando en una posible correlación de uno y otro acontecimiento, porque para entonces María y Gertrudis se habían convertido en una mezcla inverosímil de personalidades en la que yo no podía distinguir quién era quién, ni aceptar si amaba o había dejado ya de amar. Sólo el brillo todavía ingenuo en la mirada de María podía hacerme creer en ella y nada más, ya que ella no ignoraba la existencia de una barrera que nos alejaba a cada instante, aunque hiciéramos un mutuo esfuerzo porque todo fuese como la primera tarde de verano. “Algo te ocurre..., mi amor”, me dijo con una vocecilla dulce. Y durante algunos segundos, medité si debía contarle lo del diario o si era preferible tratarla deliberadamente como antes, buscando descubrir algún detalle certero sobre su relación con Gertrudis. Su único error fue no haberme dado suficiente confianza para que yo creyese en la autenticidad de sus palabras, así que a la hora de su inesperada partida la nota que me dejó no podía parecerme más que sospechosa. Ella insinuaba que yo la había traicionado en nuestro propio hogar, pero desechaba la idea de que fuera necesaria una revisión prolija de los hechos y de la situación última: María terminó por abandonarme una semana antes de la reaparición de Gertrudis, su usurpadora, sin dar una explicación coherente, porque la supuesta traición no era causal suficiente para que me abandonase, de modo que yo seguí pensando equívocamente que todo había sido un complot contra mí, para acabar con mi carrera literaria. Por ello, había aprovechado aquella semana buscando descubrir no sólo rasgos más profundos de la personalidad de Fräulein Hausmann, sino también los acontecimientos de la última guerra que la habían obligado a llegar a Betices. Sin embargo, he de decir que en la última para del diario sólo habla del rechazo que experimentaba de sí misma por haberse prostituido, pero ella sabía que de cualquier manera era preferible aquello a la muerte: sabía también que su única alternativa de vida era viajar a América, de manera que concibió precozmente la idea de llegar a Betices en diciembre de 1944, porque presumiblemente no había forma de arribar allí. No obstante haber lograda aquella odisea, dejaba inconcluso su diario el 23 de diciembre de 1944, fecha en que dice haber tocado tierra caribeña. En todo caso, no había ahora motivos para creer que hubiese en verdad un contacto previo entre Gertrudis y María. Creía en cambio que si se habían conocido, todo había sido producto de una fatal coincidencia del azar, de suerte que la idea de la usurpación era aún más incoherente ante mis ojos. Por ello, dejé mi casa familiar (que nunca había sido tal) y me trasladé a mi casa de campo donde comencé la novela que estoy a punto de concluir: el mundo me contemplaba como una realidad absoluta, pero intangible. Yo me sentía desde aquel instante un ser inexistente y era comprensible que la sola desaparición de María ̶sin que pudiese darle explicación alguna ̶ había sido un trauma del que sólo podría sacarme mi novela terminada. Por ello, encontraba naturales las visiones que había tenido en mi casa de campo y que no creía fuesen producto de la imaginación en mis escritos. Había que agregar a ello, la terrible sensación de saberse perseguido a diario, sin tener de presente que se trataba de un ser algo familiar como Gertrudis. De todos modos, ella no dejó de seguirme una sola noche desde la fecha en que me marché de casa hasta la noche de infortunio en que creí terminar mi novela: yo me había quedado allí, doblado sobre mi máquina de escribir, extenuado por el cansancio de mi última sesión de trabajo, y había soñado que había visto a Gertrudis seguirme con un revólver en manos en su Renault 18, mientras quería despertar de aquella pesadilla gritando: “No dispares, Gertrudis”, pero no todo fue un presentimiento. Cuando desperté logré escuchar el ruido de su auto puesto en marcha, así que la evidencia de los hechos se hizo palpable a mis sentidos, aunque yo siguiera pensando que cualquier idea de persecución era producto del delirio. Ignoraba además si era sólo Gertrudis quien había estado allí o si de alguna forma también María me había seguido. Sin embargo, no encontraba ya razones para ello y mucho menos para dar explicación a su actitud usurpadora, así que cada noche yo me dejaba seguir por su auto, concibiendo aquella realidad inicua como un efecto irreversible del fatalismo, hasta el momento trágico en que Gertrudis chocó accidentalmente en la oscuridad contra la barda espinosa de su propia fantasía y falleció minutos más tarde en mi habitación. Lo que no supuse entonces era que María también estaría allí esperándome, sin darme una explicación de principio, pero con la latente impresión en sus ojos de que ella conocía toda la verdad. Comenzó a decirme entonces que ella había preparado cuidadosamente la farsa y la aparente usurpación para que yo concibiera mi novela. Me recordó también que antes le había dicho que encontraba serias dificultades en la invención de mis escritos, porque excepto por ocasiones especiales estaba habituado a idear enteramente mis historias y sólo mis personajes vislumbraban algo de realidad. Me dijo además que lamentaba la trágica muerte de Gertrudis, porque ella había sido desde la infancia la amiga inseparable que la había suplantado en sus clases, porque no había ninguna cualidad física que pudiera diferenciarlas. Me explicó con una solemnidad de madre que se sabía desde el principio mi personaje, porque la tarde que había comprado mi novela, la tarde de vacaciones y verano en que nos conocimos, ella había descubierto en cada página una cualidad suya, así que terminó haciéndose a la falsa idea de que ella era mi personaje y empezó a tramar la farsa que a cada palabra suya me iba confesando, con un dolor en el alma, que le veía salir por las lágrimas que corrían por sus mejillas. Y se decidió a decirme que se entregaría a las autoridades competentes, porque comprendía en definitiva la verdad de todo: era indirectamente responsable por la muerte de Gertrudis y, aunque no pensaba presentar ningún cargo en su contra, ella me había corroborado su deseo de terminar con el asunto. Entonces, la vi partir: creí en aquel momento que todo había terminado, pero más tarde cuando llegaron el médico forense, el abogado, y el representante del Distrito Policial, me quedé atónito viéndome como sospechoso posible culpable de homicidio. Sin embargo, todo se resolvió rápidamente. El médico forense había dado su parte sobre la muerte de Gertrudis, la falsa María: “Fue un accidente”, dijo. Entonces quise encontrarla, la busqué por todas partes creyendo hallarla a cada momento, pero al final del proceso que se nos siguió descubrí que María había marchado en los últimos días al Key Biscayne de Miami y no había sido detenida por una serie de cargos que sugirieran acertadamente su imputabilidad. Regresé a casa, queriendo hallar mi novela, quise encontrarla en mi mesita metálica, la busqué por toda la habitación, regresé a mi casa de campo para seguirla buscando y sólo cuando descubrí una nota de María sobre un estante que había sido patrimonio de mi egregio tío Hermenegildo, comprendí finalmente el objeto de toda la farsa: “Nunca editaras esta novela”, decía la nota. “Yo soy tu personaje, tan sólo tuya...”
Sólo mucho tiempo después María había de comprender su desconocimiento de mis técnicas de trabajo, que la disciplina literaria me había obligado a crear con el paso de los años. Ella ignoraba que yo guardase con frecuencia (casi nunca ocurría lo contrario) una copia de cada hoja escrita, de manera que en dos días había logrado reconstruir algo más de la mitad de mi novela. Lo que mi imaginación de escritor había desechado sin atenuantes era la idea de su regreso. La encontré por primera vez tendida en una sábana blanca sobre el piso, en su habitación, supuestamente descansando. Allí comenzaba otra farsa, porque después de la últimas semanas de reposo hubo inesperadamente esa segunda vez que tanto se teme: el escritor organiza acertadamente su material y una vez regresa a la realidad verdadera la lógica natural carece en cierto modo de sentido; por ello, yo había terminado por romper todo orden cronológico en mis escritos y mis hipótesis se hicieron valederas la mañana en que descubrí a María desnuda y muerta sobre el piso, nuevamente sobre aquella sábana. Sin embargo, desconocí la naturaleza de los hechos hasta la llegada tardía del médico forense y posteriormente del abogado, al menos, el hombre que había dicho serlo, según recuerdo. Son sólo recuerdos de mi María, mi María Juana, la catalana...
El hombre que había dicho ser el abogado se había quedado al fondo inadvertido; así que la escena bien podía recordarme un melodrama de detectives de Agatha Christie o un pasaje trágico de una novela de Dostoyevsky. Pero estando ella allí, la entendía tan mía que había terminado por renunciar a la idea del dramatismo psicológico. En todo caso, era ineludible la relación de lo escrito con lo vivido. Me sentía escritor. Estaba eufórico, poseído por el deseo de escribir y de seguir pensando de veras en lo profético de las predicciones de mis escritos. Por eso, sabía bien que la escena no era perfectamente irrenunciable para mí. Por el contrario, había experimentado la sensación de ser su autor y debo repetir por ello que la seguía entendiendo mía muy mía... En rigor, la música ancestral que todavía sonaba en el viejo gramófono del tío Hermenegildo, el ruido silbante de la brisecilla tierna que penetraba por la ventanita entreabierta, la presencia inquisidora del abogado y el cuerpo de María, hermoso y desnudo, tendido sobre el piso no podían llevarme a pensar cosa distinta. Sin embargo, había recordado los hechos tal cual habían sucedido a las cinco de la mañana, y había comprendido que la realidad era única y tangible. No obstante mi conclusión había aún detalles certeros sobre la equívoca muerte de María: el médico forense se había negado a practicar el levantamiento del cadáver por considerar que se requería un análisis prolijo y exacto de la situación final y de los hechos. Pero lo que sí era innegable era que físicamente María daba toda las muestras equívocas de la muerte. Su cuerpo estaba perfectamente rígido, su pulso era imperceptible y apenas su olor no había dejado de ser natural. Sin embargo, tal como le había ocurrido al médico forense, cada uno había experimentado un sentimiento de veleidad e irrealismo, pretendiendo negar el fallecimiento de la bella... Sí, yo también creía que María no había muerto, y creía también que todo había sido producto de la imaginación de mis escritos, pero de cualquier manera yo estaba allí contemplando su cuerpo inerte, de modo que la evidencia de los hechos era palpable ante mis ojos. Y durante algunos minutos, me había preguntado si María había muerto de muerte natural o si de algún modo alguien pudo haber terminado con su existencia: debo decir que María estaba en mi casa de campo, reposando unos días para prepararse luego para su reingreso a la universidad, pero ello no implica que los antecedentes de su muerte sean hechos premonitorios de una muerte presumiblemente natural. En cambio, podía concluir que María había terminado por suicidarse en la confusión de su delirio: María era una mujer poco común, idealista y fantasiosa, pero que inesperadamente sorprendía por su visión analítica de la realidad. Ella sabía bien su futuro era incierto, sabía que en definitiva la verdad de todo. Sabía de lleno que si había permanecido a su lado era para demostrarle al menos que los años que habíamos estado juntos habían servido para que yo comenzara a admirarla como personaje de mis escritos y a encontrarla cada vez que me enfrentara a mi máquina de escribir. Ella sabía que yo lo sabía todo, pero ignoraba que yo supiera además su intención de suicidarse y que a parte de admirarla como personaje no había ya ningún sentimiento que nos ligara, así que ella terminó por saber intuitivamente que más valía estar lejos de mí, pero no lo hizo y permaneció en mi casa de campo hasta las cinco de la mañana de hoy cuando invadí angustiado la habitación en su búsqueda y la encontré tendida sobre el piso, bella y desnuda. Su cuerpo me dio entonces la sensación de una diosa a la que por primera vez ha de adorarse, pero en todo caso María estaba muerta, físicamente muerte. Apenas hacía cinco minutos había soñado con su muerte: la había visto, como en un día común, pasearse por el campo, había sentido de cerca su leve respiración y el impactante brillo de su ojos frente a los míos y, por un momento durante el sueño, María me había amado. Pero la felicidad de los años anteriores representada en la experiencia onírica se trocó en una trágica visión en la María desapareció de mi vista y tuve la certeza de que había muerto. Y no todo fue un presentimiento. Recordé, al despertar, que María me había dicho antes de la muerte de Gertrudis que un día cualquiera alguien llegaría para contarle un acontecimiento importante: su propia muerte. Ella sostenía que cuando esto sucediera ya sería demasiado tarde, así que salí de mi habitación y corrí por el pasillo hasta llegar a la suya. Entonces, la vi: tenía una mirada lánguida y había todavía sobre sus ojos dos gotas de lágrimas que no habían corrido por sus mejillas. Estaba inexplicablemente desnuda sobre el piso, tendida sobre una sábana blanca y desordenada. Y había en la habitación un extraño ámbito de éxtasis y placidez, tal cual lo había soñado antes, en una predicción sin precedentes en mi vida. Pero recordé luego que María era mi personaje y que todos terminaban por preocuparme tanto, que incluso podían llegar a ser parte integral de mis sueños. Pero lo que no dejaba de preocuparme todavía era el hecho de que yo estuviese frente a su cuerpo inerte, sin que pudiera hacer nada y con la sensación incomprensible de que ella estaba viva, porque —salvo por excepciones menores ̶ yo estaba acostumbrado a desmenuzar irreversiblemente los hechos y había aprendido a ser un escéptico de la realidad. Algo similar ocurrió con el médico forense, que había venido a casa de manera inexplicable (ya que no se lo había llamado) con la intención predeterminada de practicar el levantamiento del cadáver: lo observó con detenimiento, como recordando el rostro de la falsa María, sintió su mano rígida, su cuerpo hermoso y todavía terso, y, no obstante las pruebas, se negó a afirmar que había muerto. Desapareció sin dar explicación alguna y sólo cuando salía terminó por decirme que era necesaria una verificación de los hechos, que no bastaba su cuerpo. Empecé a creer que había soñado haber visto a María desnuda y muerta sobre el piso, pero por fin concluí que en verdad estaba despierto y que todo lo ocurrido después de haber despertado era cierto, aunque mi escepticismo me había llevado por senderos insospechados: había regresado a mi habitación y había revisado de nuevo mi novela inconclusa, pero en mis últimos escritos no había indicios de que María pudiese morir y mucho menos de una manera tan repentina. Creía en aquel momento que yo pudiera escribir a priori lo que podría ocurrirle a ella en el futuro y había llegado a un convencimiento tal de los hechos, que me propuse la revisión incólume de mis manuscritos. Pensé incluso seguir escribiendo sobre el tema, cuando alguien tocó la campanilla de la puerta: sabía perfectamente que la casa más próxima estaba a medio kilómetro y no sabía por ello quién podría buscarme. Eran como las diez de la mañana y cuando recorrí el pasillo para llegar a la puerta principal comencé a escuchar la musiquilla tierna que antes me había parecido tan imperceptible y natural. Recordé por un instante que había visto el gramófono encendido al llegar a la habitación, pero me había sido tan evidente entonces que ni siquiera logré percibir la música. Pero ahora había sido tan distinto, porque mientras caminaba había experimentado una impresión de infortunio por los hechos y aquella música ancestral no podía inspirarme otra en verdad. Cuando llegué a la puerta, encontré a un hombre alto, de aspecto burgués, que lucía unas gafas medianamente oscuras: “Soy el abogado”, dijo. Medité por un instante y luego lo hice pasar. Lo llevé al sitio de los hechos y mientras caminábamos me había dicho que una voz femenina lo había llamado para que le prestara sus servicios. Supuse que había sido María, pero no entendía aún por qué. Su cuerpo lucía igual y no me había tomado el trabajo de cubrirlo con la sábana en desorden sobre el piso, porque quería que todo estuviera en su sitio. “¿Cómo lo hizo?”, me preguntó el abogado. Le dije entonces que no había hecho nada, que apenas había encontrado su cuerpo sobre el piso y que entonces había llegado —inexplicablemente, como él ̶ el médico forense. Le dije también que no había observado con perspicacia los hechos, porque ni siquiera tuve la más mínima idea de inquirirme de su llegada hasta cuando ya había partido. Luego duramos varias horas sin hablar. El se paseó por toda la habitación y en último se quedó de pie al fondo, con un escepticismo del que sólo salió luego de muchas cavilaciones: la escena bien podía recordarme el melodrama detectivesco de Agatha Christie, pero lo que no entendía era que no había suficientes argumentos para que María hubiese muerto por ninguna vía natural. Sin más, especulaba sobre la posibilidad de que aquello fuese un repentino ataque de catalepsia o de una enfermedad similar, pero sabía perfectamente que María había sido hasta aquel momento una mujer de una salud inquebrantable y no encontraba ya razones de peso para ello. El abogado partió una hora más tarde y me dijo que lo haría saber a las autoridades competentes. Le dije que no había inconveniente alguno y que se lo agradecía, porque no pensaba moverme de mi casa. Tenía en mente una idea absurda y punzante: terminar mi novela. Regresé a mi habitación y desconecté el gramófono, así que el silencio se hizo más intenso en unos segundos porque durante varias horas había estado escuchando aquella música, sin darme a mí mismo la menor tregua. Luego, volví a la habitación. Mis ánimos se habían calmado, pero mi espíritu parecía haber tomado fuerzas nuevas para escribir: me senté frente a mi máquina de escribir y comencé a organizar mis ideas. Imaginé que María había llegado a casa. La había encontrado desolada, con la misma apariencia con la que yo la encontraría más tarde, pero para entonces ella había de estar dentro esperándome ̶ sin saber porqué, en mi habitación, desnuda, sentada —como yo ̶ frente a mi máquina de escribir, mi IBM 21 (mi Selectric III), que ahora se ha detenido. Entiendo entonces que quiere decirme algo, algo que me atañe, pero que no puedo comprender. Imagino también que soy un visionario y comienzo a ver a María, como antes, cuando ella pretendía ser escritora sin conseguir mayor éxito. La veo hacer poesía, y advierto cómo su cuerpo vibra armónicamente con el tac-tac de mi máquina de escribir. Deseo entonces que ella me ame. Que se acerque a mí deliberadamente. Pero luego, sólo queda la idea absurda de la predicción en mi mente, su cuerpo rígido sobre el piso, la idea que que su muerte no ha sido enteramente evidente. Que no ha sido. Y comprendo, entonces, que nunca debió seguirme: “No me sigas, María” era todo lo que le decía. Y otra vez, sin poder pensarlo ya, “no me sigas, María”; y una vez más, “no me sigas, María...”
De pronto, despierto de mi letargo y descubro lo inconcebible: he terminado mi novela. Las frases últimas están tan correctamente encadenadas, que bien podría hablarse de una obra maestra. Mas sin embargo, no había dejado evadirme de la realidad, de modo que regresé a mi habitación con la esperanza de que todo fuese un sueño. Era casi una certeza, era la misma sensación confusa que había experimentado el médico forense, el mismo estatismo escéptico del abogado por el equívoco de la muerte de María, así que terminé por abrir lentamente la puerta de su habitación y comencé a escuchar la música ancestral que hacia unas horas había desconectado y encontré a María vistiéndose “para partir conmigo, mi amor.” Y ella no entendió de principio que todo merecía una explicación, que la farsa que había emprendido contra mí carecía por completo de sentido. Pero luego comenzó a explicarme con una vocecilla dulce que sus farsas eran sólo para que nunca olvidase que ella había de ser mi personaje desde siempre y para siempre.
Aunque ella sabía que yo lo sabía todo, ignoraba por completo que yo había aprendido a conocer sus ideas mejor en las historias que imaginaba frente a la ventana de mi habitación y no en las predicciones oníricas ̶como se pudiera creer. De modo que a esa hora última, supe con certeza lo que había sucedido y marché a mi habitación para contemplarla tal cual era. Entonces, la vi. Y le grité por vez última antes de marcharme: “No me sigas, María...” Lo dije como si se lo dijera también a ella, mi personaje, María de Cataluña. Y fue una voz sin ecos, que resonó por toda la casa, como un epodo inolvidable, porque los augurios oníricos de mis escritos, se habían al fin consumado.
Barranquilla, 1953-1983.