Saturday, February 9, 2008

A short story that deserved the jury attention at RFI's Juan Rulfo 2007 Contest

According to a confidential and official source, my participating short story deserved the jury attention of the 2007 Juan Rulfo Short Story Contest sponsored by Radio France Internationale, el Instituto Cervantes, Casa de Las Americas and others, but did not make it to the final 5,000 Euro prize. The short story was written last summer and represented a 40-hour effort. This is the first time an American made it to the finals.

The story is written in pure Spanish (español o castellano). It is in support of my unofficial and silent anti-Spanglish campaign as a literary language. Personally, I have no problem in accepting Spanglish as a street language. In fact, I wish that the many typos, excessive “anglicismos”, misconjugations, etc., be once fixed from state and federal government agencies, and that sometime there is room to create The American Royal Academy of the Spanish Language, as there is one in each Spanish speaking country. If English and Spanish language maintain their purity and interdepence, it is likely that there will be fewer Anglicisms in the Spanish language and less influence of Spanish in both spoken and written language. There is always a graffiti language in every country and that is probably the destiny of Spanglish.
Here is my short story “Perdóname por Amarte” (“Forgive for Loving You”) in good Spanish.



De Anthony Noriega Carranza

“Perdóname por amarte”

“La prueba del pastel está en comérselo.”
Cervantes



Al viejo ya octogenario lo afeitaron por completo antes de tirarlo en el ataud. Todavía bajo el susurro del viento que apenas agitaba la ventanilla entreabierta, lo mirábamos sin juzgarlo bajo el ámbito lúgubre del momento final, donde aún contrastaban los globos multicolores del féliz cumpleaños. Tenía la certeza de que la mezcla de emociones había dejado de ser inteligente desde su momento último, y a mí —como a todos— me había quedado un sentimiento de ansiedad por lo ocurrido. El viento parecía evocar sus palabras ensordecedoras: “¿Dónde dejaron a mi niña bella?”. El portazo con que luego se abrió la puerta rugió estridente y metálico como una bala certera. Los extraños penetraron la habitación con una impaciencia inapacible para un vecindario de bien como el nuestro, y la adolescente despertó de su letargo de casi mediodía. Se quedó esperando una respuesta del abuelo maestro, y se quedó vencida y silenciosa como un ángel blanco que levitaba a través del sopor lúcido del sórdido amanecer. “Nunca la había visto tan pálida”, me dijo Clotilde Echavarría, la sirvienta, recordando el pormenor de aquella mañana aciaga, mientras nadie podía justificar el porqué de tantos desagravios después de una noche de farra de vallenatos y cumbia celebrando la llegada primaveral de la adolescente casi adulta, que se había vestido de un blanco purísimo y una seda encajada por sujetadores franceses que habían mantenido su enderezo a pesar del mal viaje de entrega y le daban todavía una figura más esbelta y delicada. La víspera el viejo Hermenegildo Martínez del Porto se había preguntado tantas veces por la exacta ubicación de su nieta, y había encontrado en la premura de sus sombras nocturnas la premonición indecible de la experiencia onírica: “Me voy”, se dijo con un dolor en el alma. Afuera los vecinos comenzaron a pasar de boca en boca la noticia que conmovió a los medios sin un anuncio previo.
Al viejo lo desplomaron en la caja rectangular de color café ante la mirada apacible de los que llegaron sin aviso. Cecilia Martínez había salido casi desnuda de la ducha de mediodía para mirar por última vez el fresco cadáver en el reverberante calor de las doce. Sus senos engrandecidos y apenas cubiertos por la toalla blanca y la bata rosada que le habían regalado no a ella sino a su hija el día de su cumpleaños último. Por eso, me parecía estraño que a la pequeña Cecilia Teresa Martínez no se la viera aquel viernes aciago. Tenía la costumbre de recogerse el cabello para esconderse, ya que era fácil reconocerla hasta en una multitud por su esbelta silueta y su larga cabellera negra, que brillaba a cualquier hora del día. Por eso, nadie notó su inadvertida presencia debajo de la escalera en espirales, ni tampoco desde la ventanita entreabierta, como tampoco la vieron al salir por la puerta principal cuando los vecinos entraron sin permiso a darle la despedida extraoficial al viejo verde que había pasado de chocho a ser reconocido no sólo como el padre de la patria nueva, sino que se había quedado condenado para siempre al olvido de los jóvenes que no lo conocieron y a los viejos de su tiempo que lo odiaron por sus atrocidades vituperables y su desempleo interminable. Entre las escatológicas verdades, se estaba quemando el olor descompuesto de su cadáver joven, de sólo horas, pero ella estaba aprendiendo por primera vez que él no era de verdad su abuelo, ni tampoco su padre, como le habían hecho creer. Por eso, en el día de sus dieciocho años se había recogido el pelo, y se lo había recubierto con manteca y aceites de olivas para que nadie la reconociera; y se había cubierto el rostro con una bufanda para el sol, y había salido inadvertida ante la mirada inerte de los que penetraron la casa sin aviso. Así que a la hora de partir el pastel de cumpleaños nadie pudo encontrar a Cecilia Teresa, porque nadie la vio ni el comedor principal donde estaban los globos multicolores y el pastel de tres niveles, de queso, chocolate, y vainilla, con una diminuta vela inapagable por cada año vivido, ni la vieron en la sala de estar, ni el balcón de los honores, ni en la cocina donde había preparado un plato típico con sancocho de gallina, ni en el patio con la inexpugnable cerca blanca y las bardas de espinas plateadas, porque se había ido desesperada para que nunca más la encontraran. Y sólo yo sabía que ella había estado bajo la escalera presagiando el momento augusto en que él expirara sin llamar a nadie. Ellos sabían que ocurriría, que lo había anunciado cada vez que se quejaban repitiendo “me voy, me voy” . Y no le creíamos, porque el no sabía que su alma decrépita llevaba el peso de dos años silenciosos en que se había deslizado sin pensarlo por su habitación y había encontrado en el silencio inerme de los sueños indecibles el cuerpo tierno y dorado de los dieciséis años de Cecilia Teresa Martínez, y la había seguido buscándola cada noche en que parecía haber revivido sus momentos de adolescente en que apaciguaba sus tormentas pasionales con las jovencitas semidesnudas en las playas de Salgar y Pradomar. Era por ello, que a pesar de su silencio Cecilia Martínez, su madre, había sospechado siempre de la incomprensible naturaleza de aquel secreto, y había aprendido a quedarse quieta y pretender dormir cada noche en que lo advirtió levantarse, y a sentir su musculoso cuerpo deslizarse en la oscuridad hasta la habitación continua; y pretendió no escuchar sus silenciosos gemidos de placer, pues parecía a ciencia cierta que la menor dormía, y parecía que la oscuridad había aprendido a poner el silencio en la amplitud descomunal de la mansión, tal vez porque sólo se escuchaba el latido de la noche, el canto agudo de los pájaros, y las palabras incompetentes de los que soñaban con la mano caída del poder, y se quedaban en el letargo inconsciente del abuso. Por eso, a la hora de su desaparición Cecilia Teresa Martínez tenía el cabello recogido y la bufanda al cuello, y había logrado evadir la atención de sus vecinos, de los transeúntes de mediodía, y había llegado a la plaza del mercado sin que nadie la reconociera, ni pudieron saber que era el día de sus cumpleaños, aunque llevaba la tarjeta de felicitación familiar en sus manos y la cinta con su nombre de reina, tal como lo había insinuado su abuelo desde hacía un par de años en los que ella había devenido su adoración prohibida. También llevaba entre sus manos el rosario de perlas blanquísimas que había recogido la última mañana en que atendió la misa dominical de las siete.
Y durante algunos segundos, yo había respirado el aire fresco que penetró con la entrada de los vecinos intrusos. Y había visto en los ojos del anciano decrépito entumecido por el estertor final y el peso del arrepentimiento, y había percibido como nadie más que él sabía que yo conocía que nadie más si no yo sabía de su secreto de cada noche en que no podía resistir dejar a su mujer infértil, y entrar en la habitación de los dieciséis años en que buscaba a la niña perdida en la guerra y encontrada una tarde de verano durante un toque de queda que le dio el prestigio último a su oficial más sobresaliente, y él se la llevó entusiasmado para hacerla su cocinera en jefe a los doce años. Y ella había aprendido prematuramente con su madre adoptiva las funciones básicas para preparar los platillos típicos cada mañana, y a dirigir desde la cocina a los cocineros más expertos que aprendieron de su dominancia delegada por el padre de la patria. Fue entonces cuando aprendí a despertarme muy temprano. Quizá era posible que al viejo le estuviesen faltando las energías que parecían volver a ganar cada noche, y a revivir con sus aventuras que eran como un sueño para ella.
Sus últimos diez años de felicidad los había pasado en el placer matizado de las viejas experimentadas y el secreto singular de la adolescente a quien todas creían la más virgen y pura de la comunidad. Y nadie sospechaba, a pesar de que todos podían soñar los mismos sueños en intersecciones comunicantes, y presenciar sus cuerpos tergiversados por la turbulencia astral de sus mesmerismos comunes, que ella le había pertenecido a él desde hacía muchos meses, y que había usado la mano del poder para despojarla en el silencio subliminal de su inocencia primera. Cecilia Martínez me había confesado con discreción que su marido parecía más agotado que nunca, e incapacitado para satisfacer sus anhelos de mujer de edad media. “No sé por qué”, me susurraba la víspera, porque ya no encontraba al hombre incólume que distraía sus pasiones y quien la hizo tener experiencias oníricas de placer con centauros astrales indomables, que la llevaban por todos los senderos más plácidos hasta el clímax que nunca pensó lograr por su frigidez hormonal prematura, la tarde de hacía quince años en que él la tomó por sorpresa a los dieciocho luego de la batalla campal que puso fin a la guerra civil. Fue la noche en que la madre adoptiva encontró las cartas con sus escritos de desilusión, y ya no hubo nada ni nadie que pudiera salvarlo de aquel tiempo oscuro e intangible. Era por eso que nunca sospechó de sus andares nocturnos con su hija adoptiva, desde su adopción al final de la guerra años después. Ella sabía que nadie sabía nada, y que sus sospechas cuando surgieron no tenían justificación alguna, a pesar que en los últimos meses ella había notado el contagioso cansancio así que sus cuerpos nunca se tocaban en la oscuridad desnuda, y sus desnudos eran sólo un símbolo de sus deseos mutuos, que él había proyectado en sus últimos meses sobre la adolescente de piel dorada. El domingo antes de su inexperada muerte había atendido la misa de las siete sin Cecilia, y más bien la había llevado a Cecilia Teresa con los cabellos negros sueltos y brillantes, y había percibido por primera vez el silencio circunspecto y desorbitante de volver a sentirse joven, y experimentó una energía incontable después del servicio dominical. Se quedaron juntos para tomar el desayuno matinal en un restaurante a las afueras de la ciudad. Tenía la imaginación incómoda de hacer consciente lo inconsciente y despertar la subliminal pasión que él había ejercido sobre ella durante los últimos meses en que todos vieron desaparecer sus cabellos grises y los vieron tornarse negros, y vieron las barbas grises volverse de un negro sólido, y vieron desaparecer una a una las líneas faciales de su vejez, que era más decrépita que la de todos ancianos jamás vistos. Y lo vieron con una mirada rozagante que sólo Cecilia Martínez podía desconocer en la oscuridad de sus desnudos en que ella no pudo buscarlo más a pesar de sentirlo más joven, sino que más bien aprendió a apreciar el letargo placentero del sueño largo en que todos inconsciente platicaban intersecciones oníricas, que él aprovechaba consciente para deslizarse íntegro, y de cuerpo presente, en la habitación de Cecilia Teresa Martínez. La primera vez ella ya había cumplido los dieciséis. Para ella fueron sus primeras inocentes fantasías que no tenían sentido en la soledad de su mundo fugaz. Fue entonces que comenzaron a terciarse las verdades que nadie conocía. Durante aquellos días el había ha visto a su médico de familia para contarle que la joven podía estar sufriendo de alucinaciones nocturnas, por lo que el médico le prescribió la fórmula necesaria para mantenerla serena y tierna durante la noche, que el viejo también había utilizado para mantener bajo control a Cecilia Martínez, su mujer. El viejo Hermenegildo Martínez del Porto soñaba con su mocedad revenida de la fuente natural del amor joven, mientras revertía los efectos ajenos de las arrugas prematuras de ser octogenario, y había revivido las facciones obsoletas de su adolescencia, y tenía piel rosada e hidratada por un misterioso agente genético que lo había hecho sentirse joven una vez más, cada noche, noche tras noche. Y no podía resistir el rostro del abuso de la joven intacta que tenía la piel más tierna y dulce que todas las princesas de sus cuentos mitológicos, y resbalaba cada vez ante la seducción del secreto diario que por meses le devolvió los tiempos olvidados de la paz. Lo cierto es que durante los meses de insomnio placentero todos dormían mientras el disfrutaba de su rejuvenecimiento insólito, y llevaba consigo el presagio de que de alguna manera estaba redescubriendo el tiempo perdido, y tenía la piel casi tan tierna como la de su amor prohibido, y tenía el cuerpo muscular de joven sin celulitis ni carnes flojas, y tenía las voz sonora y sin dudas cuando susurraba sueños de placer a la durmiente, que rescatada de la guerra civil había terminado por sucumbir, sin saberlo, a la sumisión inconsciente de lo públicamente inaudito. La inocencia de Cecilia Teresa mancillada cada noche llevaba un afecto único, indecible, e indomable para el octogenario remozado, que había aprendido en la oscuridad a pasar transparente entre las intersecciones oníricas de los durmientes, y había aprendido a divagar sobre el viento que penetraba silbante por entre la ventanita entreabierta, y a tiempos, había visto la luna como una manzana desdibujada entre los marcos de la ventana, y había visto la noche caerle encima con un placer que nunca encontró cuando adolescente, y encontraba entre las tiernas carnes de su durmiente amante el paso agitado que llevaba cuando vestía su uniforme, y el galope ardiente al montar su caballo, y sentía el sudor al contacto de la belleza pura, y miraba bajo un entrecejo el busto erecto que tamaño adulto, y el cuerpo que él desnudaba con una mano y acariciaba con la otra, noche a noche, hasta el punto en que el ejercicio se convirtió en una tarea diaria y rejuvenecedora. Le susurraba a sus oídos los poemas del recordado poeta Guillermo Valencia, y le decía entre los oídos que “eres diferente como la bella durmiente”, y que la amaba sin restricciones, y con una fe que sólo su silencio y la oscuridad de la noche podrían contar. Le contaba de uno a dieciséis para revelar cada día incógnito que el no pudo verla antes de la guerra, hasta el momento que su oficial condecorado se la entregó para que la adoptará. Durante el crepúsculo matutino, después de su tarea nocturna, había soñado con un centauro indomable, como los que otros veían en los sueños entretejidos de sus propios letargos colectivos, que más parecían en conjunto un delirio programado por la ignorancia idónea de toda moral. A Cecilia Martínez se le antojaba que al octogenario rejuvenecido y más fuerte que nunca se le estaba esfumando la otra parte de su fortaleza, y creía que se estaba quedando sin ánimo para el amor durante sus meses de ensueño y delirio. “Y era lo más importante hasta su edad...”, se decía. Era por ello que, en la víspera de su muerte, ella se hallara triste, deprimida, y desconsolada, y con la certidumbre de que algo trágico podía ocurrir, pero sin darse una explicación, y más que nada una justificación. “Es la falta de amor”, le dijo. “Ya no me quieres”, volvió a decirle varias veces, sin que él le contestara una palabra, porque el amor se había enfriado, y a pesar de parecer más joven que él Cecilia Martínez conservaba un aura de frialdad, tristeza, y desconsuelo, y su cuerpo destinado al hombre mayor se estaba recubriendo con una aureola de escamas prematuras exageradas para su edad. Le recordaba que el domingo la había dejado sumida en su sueño para irse “solo” a la misa matutina de las siete. Y no sabía que el la había llevado a Cecilia Teresa para sacarla de sus sublimes inocentes fantasías de primeriza, y que a los ochenta soñaba todavía con otro tipo de amor más apasionado que paternal. Durante el desayuno de pareja la miraba con una mirada intensa que ella no podía reconocer, que nunca hubiera imaginado en él, pero así Cecilia Teresa sentía que amaba a quien hubiera creído su padre por mucho tiempo, y a quien ahora empezaba a descubrir más allá de sus mitológicas e insensatas fantasías. Y él siguió diciéndole que en su cumpleaños dieciséis ella lo había hecho sentirse más joven con un abrazo que ya tuvo otro sentimiento, que había soñado con ella desde los diecisiete, y que cada noche despertaba para vigilar su sueño, mientras se sentía devenir más joven. Fue entonces que Cecilia Teresa Martínez comenzó a hilvanar sus fantasías de entre la inocencia y a presenciar una realidad en que en verdad experimentaba el sentimiento cálido y su cuerpo musculoso junto al suyo tierno, y que otra infatuación subliminal se había forjado sin saberlo, que ella no podía desatar porque no había un elemento consanguíneo, y el que no podía perdonarse a sí misma más allá de su inocencia. Aquella mañana dominical, Cecilia Martínez reprendió a su hija Cecilia Teresa con una rabia endemoniada que nunca pudo explicarse a sí misma. Aunque nunca tuvo evidencia alguna sobre ninguna irregularidad entre sus relaciones amorosas y de familia, tenía el sentimiento insólito de que había perdido a su marido, y que su hija había devenido una muñeca tierna y matizada con una inocencia sutil y tangible que podía despertar tormentosas pasiones entre los hombres, pero nunca tuvo la menor idea de lo que había ocurrido. Pero entre la depresión del amor sin sexo, de la dulzura perdida, de la cama inconscientemente vacía, y de los versos callados del amor platónico de años antes, ella había planeado con terminar con el general y con su vida propia, así que el lunes había encontrado entre sus reliquias militares, su revólver calibre 38, y había preparado certera el momento en que pudiera escapar de su soledad, y quería esperar para no dañar el cumpleaños del Cecilia Teresa. Durante la semana todo transcurrió como de costumbre. Así que ella durmió los mismos sueños entrelazados con sus otros parientes, y todos en la casa, incluyendo la servidumbre, se sumían en una experiencia onírica colectiva en la que ninguno podía ver al viejo rejuvenecido, ni podía percibir a la bella durmiente que había aprendido a amarlo conciente, sudorosa y húmeda desde el domingo, en tanto que él había aprendido a susurrarle poemas de amor sin límites. La buscaba por entre las sábanas en que percibía su cuerpo decrépito rejuvenecer. Y ella había aprendido a percibirlo joven, más joven que nunca, a esconderlo entre sus brazos mientras el le cantaba el poema de la tierna princesa de los labios de rosa que quería ser golondrina, y ser mariposa. Y en la última tierna noche de amor, el no presintió que algo pudiera ocurrir, porque había logrado persuadir a Cecilia Martínez de sus presagios, y a desligarla de su estilo de sobreprotección. Tal vez entonces ella había dudado en llevar a cabo su premeditado plan para evadirse de una realidad ajena en la que había pasado mil y una noches sin sexo, y con un amor plástico que resultaba inaceptable en el ánimo de su edad. Era por otra razón que el momento de armonía familiar había terminado por disuadir a Cecilia Martínez de completar un plan que nunca jamás hubiese pensado antes. Pero la depresión la había llevado por senderos desconocidos, así que en la víspera de su muerte había guardado el revólver debajo de su almohada y entre las fundas, y se había preparado para utilizarlo en la mañana siguiente, aunque no sabía si tenía una razón sensata, sólo sentía que no faltaba una razón para aceptar al octogenario rejuvenecido que ya no la amaba, y que entre sus sueños de mujer todavía joven sentía una necesidad inmensa por deshacerse de las ataduras que nunca quiso de hecho. Y durante la noche, ella volvió a dormir intensamente, mientras el despertó a disfrutar del amor joven, a percibir su piel estirarse sin líneas, sin escamas, a sentir la voz dulce del amor secreto y consolador, y a descubrir entre el cuerpo tierno el dorso desnudo, el busto levantado y engrandecido de la adolescente que brillaba entre la oscuridad como una virgen blanca. Y más allá sintió penetrar el silencio de su amor con un susurro que decía que para el amor no hay confines. Y volvió a recitarle el poema de la noble princesa de los labios de rosa que volvía a ser golondrina y una vez más mariposa. Pero temprano en la mañana el volvió a la cama desnudo al lado de Cecilia Martínez su amante y esposa de quince años y cuarenta cuatro años más joven. Ella lo espero como si durmiera, en un ensueño letárgico y lleno de odio y repudio. Lo esperó con el revólver escondido bajo su cuerpo también desnudo. Pronto cuando el se quedó dormido boca arriba, como nunca había dormido en quince años, ella le apunto con buena puntería al corazón. Le disparó una ráfaga certera de seis disparos que le penetraron por el abdomen, muy por debajo del corazón, y que se insertaron en las costillas inferiores sin deteriorarlas y sin dejar agujeros de entrada o de salida, pues las heridas o nunca existieron o parecieron sanar en segundos y no dejaron brotar un gota de sangre, y las balas apenas tocaron las costillas fortificadas por un fenómeno sobrenatural que Cecilia Martínez nunca pudo entender. Pero en la media mañana él despertó de su letargo con dolores en la espalda y en la cadera, y se quejaba con una voz irreconocible después de su rejuvenecimiento inconcebible diciendo “Me voy, me voy”, como lo había estado sugiriendo intermitentemente en las noches en que le faltó el amor juvenil. El médico de familia que lo examinó durante su convalecencia no encontró ningún indicio de enfermedad alguna, o de algún derrame interno, y más bien estaba sorprendido por su rejuvenecimiento inconcebible, como tampoco pudo encontrar las balas después de la necropsia. Durante sus últimos momentos la mañana de su muerte, había despertado de su letargo y la buscaba con susurros de enamorado diciendo “¿Dónde estás Cecilia Teresa de mi alma...?, que te busco sin encontrarte”. Y la volvió a ver por un instante más para decirle: “Perdóname por amarte”, y su voz se le hizo tenue y menuda. Su sollozo se volvió silencio, y su respiración de paró en seco con el zarpazo certero del estertor final, tal cual fueron los seis disparos que le dio Cecilia Martínez, fruto de la depresión y de su desamor final. La joven se desvaneció de entre todos, se refugió en su habitación para vestirse de dominical con una falda negra gruesa de luto, que su madre adoptiva le había comprado a unos judíos errantes que visitaron la ciudad durante los carnavales. Yo la había visto bajo la escalera, a través de la ventanita entreabierta, pero no la advertí caminar hacia la puerta principal como tampoco la percibí partir cuando los vecinos penetraron sin aviso por ella para congraciarse en condolencias inesperadas que Cecilia Martínez parecía no escuchar en medio de su desolación y su letargo, y sólo despertó cuando vio al viejo decrépito y afeitado desdoblarse en el ataúd. Entretanto, Cecilia Teresa Martínez ya había emprendido su destino, y había tomado el único tren hacia la capital con la premeditada certeza de que al llegar a la estación alguien muy cercano estaría esperándola para continuar disfrutando de sus fantasías prohibidas y de sus amores secretos.

Tuesday, February 5, 2008

Spiritual Hesse

I learned as much about Hermann Hesse’s life as I know about American literature. Possibly, we can talk about Hemingway, William James, and very few others. But when I read Sidartha, I encountered a good point in making spiritual European literature valid. Hesse’s vision of spiritual life and encountering himself in solitude and driving happiness out of loneliness and into spiritual life seems to me a valid point to support the idea that writers usually can be divided into those who live a lonely life and those who approach life with a bohemian passion. Sidartha is a pray for spirituality where Gautama (Budha) shows his spiritual strength and maintains a strong character against all temptation including the woman of the street. In Steppenwolf, Hesse exposes many of his personal life experiences, and presents a significant amount of his inner perception about philosophical existential objectives far different from those characteristic of our Western hemisphere, namely, power and pleasure. The writings of Demian and Beneath the Wheel support the idea that success does not derive directly from the will to power that he has learned from Nietzsche and others, so failure in life can occur regardless how good someone might be, pretend to be, or think to be. In The Glass Bead Game, he presents his views of religious life beyond spirituality, making Latin a second language of interaction beyond his German’s writings. In this novel, the Magister Ludi possesses a strong religious character filled with esoteric thoughts. The Nobel Prize winner has essentially influenced the German, Anglo-Saxon, and some other European literatures in one particular direction where Western literatures are not particularly focused. It is obvious that Hesse’s literature is particularly is unique in nature and content, and analysis of form would exceptionally discriminate many individual aspect not found in any other European writer.